Antes de abrir los ojos, se dijo que era un sueño. No podía
ser que en serio se hubiera librado de la jaqueca tan fácilmente. No en serio.
Se lo había imaginado, caído del cansancio. Esperó unos diez segundos a la
punzada, al terrible golpe de todos los días. Incluso contrajo las cejas como
si debiera concentrarse para ello, como si fuera un leve olor en el aire cuyo
origen debía conocer.
Pasaron casi dos minutos antes de que se diera cuenta de
que, además de despierto, estaba completamente despejado. Extrañado, Emma se
irguió y casi se mareó por lo ligereza percibida. Era tan... fácil. Demasiado
sencillo. ¿Sus pies todavía tocaban el piso? Se los miró, oscuros y grandes
contra la superficie grisácea, iguales a un par de botes abandonados. Estaba
frío, el ambientador debía haberse descompuesto de nuevo. Y él ¿cómo era que no
salía volando hasta el techo?
La alarma de Anon le arrancó un respingo. Las alas a sus
costados entraban y salían, la pantalla parpadeaba, todo para llamarle la
atención respecto al hecho de que seguía en casa, a pesar de que ya era hora de
que fuera saliendo. Anon sabía que no podía darse el lujo de faltar cuando se
le diera la gana, de modo que si Emma no lo cogía continuaría haciendo eso las
próximas dos horas, cuando ya diera lo mismo qué decidiera hacer. Presionó el
botón rojo en el centro de su cabeza redondeada y comenzó a prepararse. Recogió
el pastillero del suelo. Por lo menos eso era real. No sólo eso; rebuscando en
los bolsillos encontró el marco digital de presentación. Debajo del péndulo
plateado, el número tenía el prefijo del centro. Decidió guardarse la imagen en
su mochila, junto a los auriculares de repuesto, el cargador y la tarjeta de
crédito.
Iba a ponerse los auriculares regulares cuando un
pensamiento le asaltó: ¿y si la música atraía al martillo? La llevaba encima
por esa razón, porque las vibraciones del sonido eran tan intensas que llegaba
un punto en que lo aturdía respecto al dolor. Lo adormecía en cierta forma.
Pero ahora esa ligera ayuda no le era necesaria. No, al final lo mejor sería
prescindir por ese día.
Emma salió al pasillo y miró al techo. La pareja peleadora
seguiría dormida. Caminarían sin miedo a encontrar los pedazos rotos que él oyó
anoche, porque ambos, sonido y fragmento, sólo estaban en su cabeza torturada.
Así se manifestaba la mala electricidad a su alrededor. Esa fue la única cosa
que nunca se animó a contar a los médicos o sus padres. Se negó a preguntarse
si habría sido anoche la última vez que le pasara. No podía saberlo hasta
entonces y si resultaba estar equivocado al final sería sólo una real mierda.
Putrefacta, hedionda y pesada mierda. Más fácil era esperar a la noche. Y
quizá, quizá disfrutar el día.
"La primera vez sería", consideró y le sorprendió
la súbita amargura detrás de esa idea, por lo que la desechó. Si iba por esa
línea otros hilos iban a clavársele por distintos sitios, crearían una
enredadera apretada y se electrocutaría a la fuerza. Tenía que dejar de pensar,
aunque aún no entendía cómo era posible que le hubiera abandonado tan fiel
equipaje. Tenía que ir a trabajar.
A la entrada del edificio vio a un chico, apróximadamente de
su edad, marchándose. La breve visión de su rostro enflanquecido y el tambaleo
inseguro de sus pasos le hizo saber de inmediato que era un adicto a las drogas
virtuales. Se los reconocía con una facilidad obscena: todos parecían
convalecientes acostumbrándose nuevamente a usar las piernas, lo que, para la
mayoría, probablemente fuera el caso. Sólo podía haber salido de la tercera
puerta a la izquierda, la perteneciente a la señorita Ángela Gavilar. Por el
día las memorias llenas de sonidos para alterar el sistema nervioso de los
oyentes y por las noches comerciante de su propio cuerpo. Atractiva a pesar de
la incomprensible cicatriz blanca en su cuello y el ojo falso de intenso
morado, que siempre miraba con un toque sombrío de burla. Agradeció no verla,
pues cada vez que se encontraban ella invariablemente le ofrecía alguno de sus
servicios y él se veía en la obligación de declinar.
Coger, como cualquier actividad física, le aumentaba la
jaqueca hasta las mismas náuseas y su única experiencia con drogas fue tan
espantosa que debería estar loco para volver a intentarlo. Recordándola, no
podía sino preguntarse cómo era posible que todavía gente sin dolores de cabeza
fueran capaces de jugar de esa manera con ella. Una cosa tan frágil... parecido
a sonarse los mocos y andar toqueteando pantallas para jugar. Al final la
imagen quedaba tan cubierta por las marcas de los dedos que no se entendía lo
que estaba abajo.
No sintió la necesidad de escuchar música durante todo el
camino al trabajo. Podía oír cualquier cosa externa, pero no le importaba
escuchar quejas matutinas sobre cualquier cosa. La curiosa sordera de la que
era presa, la falta de un algo tan difícil de ignorar en su presencia, era lo
suficientemente llamativo para causar el mismo efecto de aislamiento. Las
personas ya no eran focos de incomodidad y potencial dolor. Sólo eran olor
rancio, calor corporal vivo, espacio ocupado, roce de ropas. Sus voces no le
llegaban, ya no más. Estaba sordo a ellos. Era un mero espectador al que nadie
ponía especial atención. Invisible.
En cuanto esa palabra empezó a cuajar lentamente en su
interior una extraña sensación de alegría le cosquilleó en la comisura de los
labios. Los cubrió con una mano, dejando crecer el gesto y reprimiendo una risa
traviesa. Ahora podía mover la cabeza adonde quisiera. Levantarla si quería.
Ver encima de los rostros, la mayoría inclinados para evitar el contacto visual
o centradas en sus pantallas Anon por el mismo motivo. Ese había sido él, mil
veces él, cuando erguir el cuello de golpe molestaba y fácil resultaba odiar al
mundo entero.
Pero por ese día no. Se negó a inclinarse, a apartar la
mirada del frente mientras duraba el movimiento del metro. Prácticamente un
jugador de basket comparado con el resto.
Casi resultaba una lástima que el bienestar propio no
sirviera como una excusa para faltar al trabajo. Habiendo tantas cosas que
preferiría hacer en esa mañana clarísima y serena, atender mesas de madera
arcaica y oler comida real que él no podía conseguir por su cuenta no eran de
una de ellas. Aunque en sí no estaba seguro de lo que haría de disponer de
tiempo libre, le emocionaba la perspectiva de su nueva libertad sensorial.
En el vestuario de La Cacerola encontró una cabellera
amarillo chillón inclinada en uno de los bancos. No era el único ocupante, pero
sí la única mirada en fijarse en él. Su otro compañero, uno cuyo nombre de
todos modos no iba a saber, siguió acomodándose la corbata de moño frente al
espejo. La mano de Miguel se estiró para chocar la suya y las dos juntas
causaron un único aplauso en el aire.
-Hola. ¿Qué tal?
Al verlo una parte de Emma se había congelado de súbito. Le
respondió el saludo percibiendo una cortina de cemento de acción rápida entre
ellos.
-Nada, ahí ando. ¿Y vos?
-Ya harto, loco -Miguel acabó con sus zapatos y se erguió,
buscando su collar/camisa-. Hago el turno de mañana porque ya a la tarde no voy
a dar más. Tengo que estudiar, tengo que leer, tengo que escribir. Y la semana
que viene, prueba. No sabés lo que te envidio a veces porque no tenés que
aguantar esa mierda.
Emma apenas le oía, como siempre. La falta de atención no
era algo que afectara al ánimo conversador de Miguel y eso estaba bien.
Funcionaba perfecto para ambos. Cómodo, simple, natural. Miguel sólo quería un
espectador que no mostrara tan abiertamente la incomodidad por su constante
necesidad de contacto físico y Emma, a veces, tenía que hablar para combatir su
propio aburrimiento. Por esa vez, acabó impulsándole la curiosidad mientras
guardaba su mochila.
-Che -dijo, sacando la tarjeta electrónica-, ¿te suena este
sitio?
Miguel acabó de acomodarse la camiseta blanca antes de
tomarla. Se quedó viendo el logo de la compañía unos instantes antes de que su
labio inferior saliera para adelante, revelando el tierno color rosado.
-No, para nada -Se la devolvió-. ¿Qué es, una casa de
I-vicio?
-No, ya veo. Un tipo me la dio ayer y tenía curiosidad.
-¿Qué tipo?
-El rubio arcaico de ayer. El que la chica esa decía que
tenía un libro. El de los lentes de rojo.
-Ah, ese, ya me acordé. Pues no sé, boludo. Déjame verla de
nuevo -Miguel volvió a tomar el marco de sus manos y se puso a verla,
apoyándose en el banco donde Emma se sentaba. Sus dedos, todos ellos cubiertos
de anillos de plástico brillantes, estaban muy cerca de rozarle la pierna y,
aunque Emma fue perfectamente consciente de ello, no le perturbó como en otras
ocasiones. Podría haber sido un poste-. No, ni puta idea, pero tiene que ser
algo del centro. Copate con la calidad de esta imagen. No cualquiera se las
hace así fácilmente, ¿eh? Duran hasta dos o tres años por lo que sé, por eso no
hace falta cargarlas. Está muy linda, muy bien hecha.
Se lo regresó nuevamente, dejándolo acabar de cambiarse. No
le hizo más preguntas al respecto y Emma se lo agradeció, dividiéndose entre el
alivio y la decepción. Miguel vivía mucho más cerca del centro y habría sido de
esperar que hubiera oído algo al respecto, pero ese no era el caso. Quizá eran
nuevos en la ciudad.
El asunto dejó de importarle a lo largo de la mañana. El
trabajo se le hizo sencillo y metódico sin tener que recordarse constantemente
a mantener una apariencia relajada. Podía simplemente ir, pedir las órdenes y
regresar con ellas sin cargar con más exigencias que una sonrisa de vez en
cuando. Le salieron muchas naturalmente ese día. Incluso Miguel llegó a notar
su cambio de ánimo y le felicitó por la "conexión" que debió haberse
pegado anoche para andar tan contento. No recordaba si la expresión era para
referirse a una juerga de drogas u otra cosa, de modo que Emma respondió al
comentario encogiéndose de hombros con una expresión de humilde satisfacción.
Hasta donde le había hablado a Miguel, sus jaquecas se daban ocasionalmente y
de muy mala manera. No podía entender lo diferente que le resultaba el mundo un
día sin ellas.
Cerca del mediodía, Emma salió al callejón. Arriba el cielo
verde parecía sonreírle como un montón de mantas abrigadoras. Respiró
profundamente al aire pesado, sintiéndose completo. Seleccionó un tema de
música legal, suave y movida a la vez, en tanto su espalda le hacía soporte
sobre una pared. El balcón que daba a la oficina de Eva Costal estaba abierto y
ella misma ya se encontraba de pie ahí, fumando del cigarillo electrónico. Cada
vez que la mujer acercaba la larga y elegante boquilla negra a su boca,
aspirando, una luz azul se prendía en la punta. Cuando ella expulsó el humo
blancuzco, Emma percibió una ligera esencia a manzanas. No sabría que a eso era
lo que olía si Miguel no se lo hubiera explicado un día. Las frutas de verdad,
que antes se sostenían en la mano y se mordían y hacían escurrir jugo de su
interior, eran un lujo para la mayoría de la gente. Pero de todos modos siempre
olían bien.
Ella también lo vio a la segunda aspirada y pareció
sorprendida de notar su presencia. Sus cejas, finas líneas de verde, se
elevaron brevemente mientras sus fosas nasales se expandían, los labios dorados
apenas abiertos para dejar escapar nuevas nubes de manzanas.
"Yo quiero volar, volar, con la mosca más grande y
dejar esta vida beligerante", cantó un hombre o una computadora de voz
acariciante en sus oídos. Le pareció ofensivamente alto el volumen hasta que
logró bajarlo a un nivel aceptable. Aquel otro servía para aturdir a
cualquiera. Él no quería ser aturdido, quería escuchar. Hecho lo cual, Emma
saludó primero con el mentón, mismo gesto que luego imitó su jefa.
-¿Todo bien? -preguntó.
-Perfecto, señora. Nada más ando en mi descanso.
-Yo también. Igual ya estamos cerca del cierre.
Luz celeste. Nube. Era una escena agradable, en verdad.
Perdiéndose en melodías tiernas y oliendo el vicio ajeno, Emma recostó su
cabeza hacia atrás y cerró los ojos. No necesitaba nada más del mundo.
Para la hora del cierre, después de haber recogido todos los
platos, de ver aumentadas sus cuentas de crédito, la batería de su Anon estaba
en cero. La "sala de recarga" era una habitación circular arriba del
restaurante donde la mayoría de los empleados podían ir a tomar una bebida,
sacar barras alimenticias de un expendedor en la pared o, como él pretendía,
simplemente esperar a que se cargara su dispositivo. Le introdujo el chip de
recarga por la abertura arriba de la cabeza y el cargador transmisor a un
tomacorriente. Él tomó asiento en un sofá individual blanco. La pantalla en
frente de sí se había encendido a su entrada, y no se molestó en apagarla.
Transmitía una novela nueva acerca de un coleccionador de ebooks novedosos
enamorándose de un hombre modelo del centro, al mismo tiempo que veía de reojo
a la hermana, también modelo. Era la historia del momento porque actuaba en
ella una estrella, una que incluso logró trabajar en el exterior, pero Emma
apenas sabía esto vagamente. Ahora la encontró moderadamente entretenida, lo
que era mucho decir, gracias a sus breves momentos de comedia.
El programador iba a entregarle un archivo precioso al
modelo cuando la puerta deslizante zumbó y Miguel entró en el lugar.
-Eh, boludo -saludó, yendo a las máquinas. Una camiseta azul
marino y pantalones cubiertos por mil hilos habían reemplazado a su uniforme.
Miró la pantalla un segundo y sus blancos dientes asomaron-. No me digas que
seguís esa porquería. Mi vieja está piola por el tipo ese.
-No hay nada más que ver. Ando esperando a que se cargue el
Anon.
-Mejor. Esa cosa no hay quien lo aguante -Debajo de la
máquina, sobre la bandeja plateada, apareció una larga barra de nutrición sabor
carne. Deshizo el envoltorio metalizado de una brusca mordida y se puso a comer
el contenido arrojándose en el sofá más largo-. Por poco se salva por Lemazo y
un cacho la producción. De resto es sólo para viejas calentonas.
Emma no se le ocurrió nada que agregar a la conversación, y
al cabo de unos segundos careció de importancia.
-Che, sabés que le pregunté a Luis sobre la tarjeta esa que
me mostraste.
Tardó un par de segundos en caer en cuenta de que Luis había
sido su otro compañero de la mañana. De pronto estaba poniendo atención.
-¿Qué te ha dicho?
-Que le sonaba de algo -Miguel masticaba con la boca
abierta. Aun así, sus ojos de azul claro era una de las cosas que más llamaba
la atención-. Me ha dicho que a lo mejor es una de esas compañías que
participaron de la plaga bacteriológica ahí, en Inglaterra, pero vete a saber.
Hoy en día decís farmacia y cualquiera se imagina a un conspirador asesino, que
toma pendejos de la calle y los convierten en ratas. También he visto por
Internet un momento que andaba aburrido y nada.
Emma había hecho lo mismo. Lo más próximo que pudo hallar
fue una compañía reparadora de pantallas táctiles. De paso buscó el nombre del
sujeto, sin ningún resultado positivo.
-Será una cosa nueva -dedujo Miguel, rematando la barra.
Todavía no le preguntaba por las circunstancias en que obtuvo la tarjeta o por
qué alguien que podía permitírsela de esa calidad la gastaba en una persona tan
alejada del centro. Emma tampoco sabía si se lo hubiera dicho en ese caso.
Los siguientes dos días los consideraría los mejores que ha
tenido en años. Igual que si finalmente llegaran las vacaciones, se vio en la
posibilidad de llevar a cabo todas las actividades que no podía anteriormente.
Apenas regresó a casa al final del segundo día, Emma confeccionó una lista,
dejando un cuadrado al lado para cuando pudiera cumplirlo. No creía que pudiera
hacerla completo, pero el sólo saber que sería capaz de seguirla le daba la
suficiente satisfacción. Acostado en su cama, escribió.
-Asistir a un concierto.
-Aprender a tocar un instrumento (virtual o no)
-Ir al cine por una película de acción.
-Aprender inglés.
-¿Sacar un título?
-Salir más de casa, divertirme afuera.
-Viajar fuera del país.
-Ver una reserva natural.
-Conseguir videojuegos y jugarlos.
-¿Tener una mascota virtual?
-Leer muchos ebooks.
-¿Probar una manzana?
-Ponerme al día con las series y seguir aunque sea una.
Verla le hizo reír al caer en cuenta de lo poco que hacía
antes. Vivía exactamente como un prisionero, temeroso de que el más bursco
movimiento emitiera la señal fastidiosa. Hablar demasiado le daba jaqueca.
Concentrarse demasiado le daba jaqueca. Agitarse le daba jaqueca. Su última
visita al cine fue igual de placentera que meterse en un juego de un parque de
diversiones después de comer. Apenas si llegó al baño con el justo tiempo para no tener que
vomitarse encima. A veces ni siquiera era el dolor lo que le detenía como el
miedo a que el dolor volviera, le hincara los colmillos y no lo dejara ir en
toda la noche. Ante eso se paralizaba y lo único que deseaba era quedarse lo
más quieto posible, a lo mejor en la cama, envuelto en sábanas, a esperar que
el mundo se callara. En su lugar disfrutaba de largas noches de sueño
ininterrumpido, profundo e inocuo. Ni siquiera el frío invernal que Anon
pronosticaba para los siguientes días era motivo de desánimo, aunque siguieran
sin ser de alegría.
No esperaba que ese estado le durara para siempre. En el
fondo todavía permanecía la inquietud por el retorno, enterrado por un obligado
sentido de optimismo y buenos deseos para el futuro. Parecía una medida mucho más
provechosa que estarse imaginando ya aquejado antes de tiempo. Sin embargo, el
tercer día, cuando la más ligera de las punzadas acompañó a la alarma para
despertarse, Emma quiso destruir su almohada y la cama entera. Había sido tan
poco tiempo, tan poco... al final no había conseguido hacer nada más que
reservar la entrada al cine. No podía terminarse así, de un golpe, sin haber
disfrutado realmente de su libertad.
Afortunadamente no podía darse el lujo de dar vueltas a
semejantes ideas. Bajó al subterráneo sintiéndose desorientado y nervioso. En
el vagón lleno de pasajeros, Emma volvió a recurrir a los auriculares para
controlarse a sí mismo. Música, letras, instrumentos que otra gente sí aprendió
a tocar. Un osito de peluche que abrazar mientras se convencía que lo salvaría
de todos los monstruos.
Alguien lo empujó súbitamente, grosero, sin siquiera
disculparse, y en cuanto él percibió el impulso de devolver el empujón con el
triple de fuerza lo supo: los monstruos estaban regresando. El resto de la mañana
lo pasó en un estado de vigilia extraña, concentrado sólo en su tarea.
Afortunadamente no había casi ningún cliente y Miguel había agarrado otro
turno, pero esos eran magros consuelos. Tenía que salir del restaurante. Tenía
que llamar a Péndulo y hacer una cita, pedirles otra pastilla. Se arreglaría
para pagarles de alguna manera, quizá ofreciéndose como conejillo de indias. El
inhibidor aquel era nuevo, ¿no? Él podría certificar los resultados para ellos.
Al final de su turno, Emma corrió a agarrar la tarjeta y,
sin tan siquiera desvestirse, en un rincón al lado de los vestidores, tecleó el
número en la pantalla del Anon y lo llenó de su aliento mientras se lo acercaba
al rostro. Escuchó el tono una o dos veces antes de que una voz electrónica de
mujer surgiera diciendo "... el número al que intenta contactar no se
halla registrado..." Antes de que ella le sugiriera revisarlo o le diera
una lista de sugerencias por aproximación, Emma colgó y repitió el proceso,
viendo por lo menos tres veces cada número antes de pasar al siguiente. Al
final, lo leyó otra vez. Y otra. Era correcto.
"El número al que intenta contactar..."
Golpeó la puerta del vestidor con el dorso de su mano. No
podían hacerle eso. ¿Era una broma al fin y al cabo? ¿Un traficante cualquiera
de ropa elegante? Ni siquiera le importaba que fuera eso al final. Ilegal o no,
la estúpida cosa había funcionado. Lo imperdonable era que no le hubieran
dejado mantener el contacto. Lo habían abandonado.
La primera gran jaqueca que tuvo y recuerda fue cuando tenía
8 años. Acababa de llegar a casa de la escuela, terminada antes de tiempo por
ese día. El padre de uno de sus compañeros lo dejó en frente, ya que en casa
nadie respondía el teléfono y en el trabajo de su papá decían que este había
salido a hacer un encargo. Quería ver a mamá preparar el almuerzo (imaginándose
una rica sopa sabor pizza) y hablarle de la felicitación que el profesor le dio
en su tarea bien hecha.
Recientemente habían pasado del candado a la identificación
por huellas dactilares, por lo que necesitaba más que apoyar su mano en el
panel para entrar. Llamó por mamá en la sala, pero no le respondió. Mamá era
una asistente de programación muy buena que trabajaba a la tarde, de modo que,
a menos que fuera una emergencia, debía estar en casa por la mañana. E incluso
si hubiera una emergencia, no se habría ido sin dejarle un mensaje a su Anon de
pulsera. Mientras dejaba la laptop escolar en su armario usual cerca de la
puerta, Emma revisó una vez más sólo para asegurarse. Puro spam.
Quizá mamá había salido apurada al mercado.
Él no quería encontrarla. Sólo se le ocurrió jugar con la
mosca de juguete voladora que le dieron en su último cumpleaños, y recordó que
se la había dejado en la habitación de sus padres. De modo que entró, buscando
la forma circular. La cama no estaba vacía y ordenada, sino ocupada.
Mamá debió haber llegado cansada, eso era todo. Por eso no
había oído al teléfono a su lado o el aviso que daba la casa cada vez que
alguien entraba. Parecía que estaba teniendo un sueño buenísimo porque no
reaccionó ni siquiera cuando Emma se inclinó a dejarle un beso en la mejilla.
Le encantaba hacerlo a veces y ver a su mamá sonreír suavemente, incluso con
los ojos cerrados. Le hacía sentir un buen chico. Pero esta vez no hubo sonrisa
y, encima, mamá se veía diferente de antes. No tenía idea de dónde estaba la
diferencia pero se concentraba en ella. Cerca del brillo del reloj de alarma
digital había un frasco de pastillas transparente. Él lo recordaba ahí porque
cuando quiso ver la hora los números estaban alargados y muy delgados, como los
gusanos que se retorcían en las películas de ambientación antigua.
cos y su esposa destapada. Llevaba un camisón de colores
pastel, rosa y beige, que, aparte de por la manga que Emma agarraba, no se
movía en lo absoluto. Tuvo que arrancar al niño de ahí, pero para lo único que
sirvió fue para comprobar más de cerca lo que sabía desde la puerta.
De niño mamá decía que era especial. Relataba anécdotas de
él acercándose a pequeños en el parque que lloraban y, nada más poniéndoles una
mano encima, conseguía que se calmaran. Bebés gimoteantes apaciguados con una
simple caricia. Incluso una vez fue un vagabundo en una esquina. Él los
encontraba como si desprendieran un aroma particular que sólo su nariz fuera
capaz de captar, y no quería irse a ningún lado hasta que hubiera terminado el
trabajo. Mamá estaba muy feliz de comentar que lo mismo hacían ella y su padre
en sus respectivas infancias. Papá quería recordarle que cualquier día de esos
le iba a dar un infarto si giraba un segundo y resultaba que el niño se había
ido a estar con borrachos.
Emma en verdad no lo recuerda. Quizá una imagen aislada, la
memoria de cierta escena imprecisa, pero nada como un video mental que lo
demostrara, ni siquiera ante sí mismo, poniendo en práctica esa especialidad.
Podrían haberle dicho que esa fue la vida de su vecino y no tendría una sola
razón para dudarlo.
Del funeral, en cambio, tenía una nítida representación a
todo color. Él, minúsculo entre tanto adulto de ropas oscuras. Papá sentado en
un altar donde se yergue la hurna plateada. Hay comida, bebidas y charla, pero
él no puede entender nada. Quería escapar, aunque no sabía adónde o para qué.
Sólo quería estar solor. Le ponían nervioso en cada pausa, en cada segundo de
silencio que inevitablemente acababa colgando en el aire como un escupitajo
desde el techo.
Tenía que mantenerse en el otro lado de la habitación
adrede. Tenía que alejarse de la hurna y papá porque los dos le hacían doler la
cabeza. Mamá solía hacer una mueca repetina y decía que era eso, una jaqueca.
Hasta entonces él nunca había experimentado ninguna. En cuanto la noche cae y
los dos se quedaron solos (la hurna llevada adonde van todas las hurnas), Emma
no consiguió descansar. Le dejaron faltar a clase los primeros días pero luego
tuvo que vestirse el uniforme y asistir. Sus compañeros y profesores le
demostraron sus simpatías. Él hubiera deseado que lo dejaran en paz con un buen
calmante. Ese primer regreso sus amigos de entonces llegaron a pedirle uno al
profesor, que al final preferió excusarlo para que fuera a la enfermería.
A partir de ahí, de estar acostado en una camilla esperando
que una pastilla celeste le hiciera efecto, empezó su camino cuesta abajo. Al
principio si él no quería jugar, correr, saltar o participar de las
conversaciones era perfectamente entendible. Se decía qué lástima y a lo mejor
para la próxima. Luego empezó a ser aburrido preguntarle siquiera, dejaron de
tomarse esa molestia. Emma trató de pretender por un tiempo. Para lo único que
le sirvió fue para saber que sólo empeoraba las cosas para él.
Al crecer, perdió el contacto con sus amigos. Fue un proceso
e inevitable que, en el fondo, no le importó demasiado contemplar. No tenía
ganas o fuerzas para cambiarlo. En lugar de socializar estaba en su cuarto,
oyendo los resultados de descargas ilegales que todo el mundo conocía y
manejaba en la escuela. O pidiéndole a papá más calmantes. O saliendo con él a
citas con doctores a hacerse tomografías, para ver qué problema tenía.
Debe ser estrés.
Debe estarse mucho tiempo conectado.
Quizá un problema de la vista. Pupilas dilatadas, letras
sobre una pantalla de pared. Visión perfecta.
Mala alimentación. Pruebas de sangre. Nutricionista. Una
dieta a base de barras especiales, nada baratas, por cierto, antes de darse
cuenta de que el problema no estaba ahí.
Leía demasiado.
Los doctores tenían ideas, tenían palabras largas y términos
acordes a su profesión. Le dieron pastillas. Le vacunaron. Le internaron dos
días para ver si se producían cambios durante su estado de sueño. La habitación
blanca tenía televisor, computadora, una biblioteca. Debía actuar como era lo
corriente en su día a día. Escuchó música legal, odiosamente lenta y aburrida
hasta que las luces se apagaban y se obligaba a dormir. Resultados
inconcluyentes.
Costaba dinero, claro. Papá, un técnico en máquinas de
construcción, le pedía dinero prestado a sus hermanos, pero al final hubo que
vender el auto volador que tenían. Empezaron a depender del trasnporte público
para moverse, aunque este también era caro y lo más razonable era usar las
piernas tanto como se pudiera. Una semana antes de terminar el colegio con las
notas mínimamente aceptables, papá le dijo que ya no podía más.
-No doy más abasto. Perdóname, pero la plata no da para eso.
Ya estamos en las últimas. El problema ese que tenés vos vas a tener
aguantártelo porque, lo que es yo, no tengo de dónde más sacar a menos que
vendamos la casa.
Emma se lo veía venir desde hacía tiempo. No sabía por qué
no lo había sugerido él mismo antes, como había pensado más de una vez. Pero
aun así no esperaba recibirla así, teniendo que tragarla tan rápidamente como
la sopa saborizada. Apenas le entregaron el diploma en el marco digital usual,
buscó un lugar adonde vivir. Incluso intentó tomar clase de secretariado pero
no había caso. Estar encerrado en un aula llena de gente y una caminando de un
lado para el otro, hablando, tratando de enseñarle con diapositivas a las que
apenas podía mirar sin sentirse enfermo. Morderse las ganas de mandar a la
mierda a cualquiera que abriera la boca, profesor incluido. Mirar con odio
apenas disimilado. Odiar hasta el punto de querer levantarse de la silla y
hacer estallar todo por los aires. Ya le pasaba en secundaria. Por alguna razón
ahí era peor, más sólido. Un día se dio cuenta de que si no renunciaba acabaría
haciendo una estupidez. O si no lo hacía, por lo menos el deseo lo volvería
loco. Sólo en La Cacerola se había encontrado relativamente a salvo.
En el metro de regreso, Emma miró su lista. Ninguna casilla
marcada. Tres días para mantener espacios huecos. Subió el volumen de la música
y apoyó la frente contra un poste. A veces el frío aliviaba. Ahora sólo sintió
frío, pero no se movió.
Lentamente, estación a estación, los pasajeros fueron
abandonando el vagón. Una vieja vagabunda dormía en un rincón. Dos hombres
cubiertos de tatuajes fueron los últimos en bajarse. Con ellos subió un hombre
trajeado. Emma se irguió en el asiento.
El hijo de puta sonreía indolente.
-Buenas noches -dijo Lilliand, sentándose. No cabía duda:
los mismo ojos rojos, la misma corbata celeste. Incluso el mismo portafolio
sobre las rodillas-. ¿Le ha servido de algo nuestro producto?
Ni siquiera quiso pensar en cómo sabía que lo había usado.
Era una cuestión sin importancia frente a otras más grandes.
-¿Qué era esa cosa? -preguntó Emma.
El hijo de puta continuaba sonriente.
-Un inhibidor especial.
-No me jodas -dijo, pasándose la mano por el rostro-. No
estoy jugando, boludo. He probado de todo en estos años, de todo, y resulta que
vos venís con la puta pastilla esa y se me pasa de una. ¿Qué carajo era?
-Te lo dije. Un inhibidor.
Quería agarrarlo y sacudirlo hasta que la pastilla saliera
saltando de un bolsillo. Él también considero que se trataba de una droga
parecida a la anestecia pero, si lo era, no funcionaba en general. Varios
pellizcos se lo confirmaron. Una risa nerviosa se le escapó.
-Eléctrico. Un inhibidor. Ni siquiera voy a preguntar de qué
mierda está hecho. Seguro que ni legal es. Bonita tarjeta electrónica, por
cierto, muy profesional. Lástima que baste una llamada al número para joder la
fachada.
-Somos bastante nuevos, me temo -El hijo de puta puso cara
de lamentarlo realmente-. No me di cuenta de que le estaba dando un número
viejo hasta que fue demasiado tarde. Hemos tenido muchos problemas en el
traslado, la comunicación entre ellos.
A Emma le daba igual. En verdad le importaba un pimiento. Y
esa idea casi le asustó.
-¿Cuánto me va a costar una nueva? -soltó.
-No buscamos dinero, puede tranquilizarse al respecto.
-¿Entonces qué? -preguntó, viéndolo de nuevo-. ¿Qué quieren?
¿Que les haga de conejillo?
-No, no haría falta. Estamos seguros de la efectividad del
inhibidor. Lo que requiríamos de usted sería un favor de otra naturaleza. Le
aseguro que esto no le comprometerá de ningún modo.
Una nueva punzada en su cabeza le dio la respuesta.
-A ver, escucho.
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Había una zona todavía más apartada del centro que el barrio
donde vivía. Ahí ya no llegaba ningún metro e incluso los taxis no se atrevían
a entrar más que en cierto punto. Los casos de conductores alcanzados en medio
de un tiroteo o desaparecidos eran demasiados para disuadir a muchos. Los
taxistas atendían la llamada, oían la dirección y antes de colgar aclaraban que
ellos no querían tener nada que ver.
Todo contra lo que la policía peleaba al ojo público se
concentraba en la zona y sin ninguna sutileza. Ya desde la esquina saludaba a
los transeúntes el holograma de una mujer inclinándose sobre tacones altos.
Ella parecía reírse cada vez que volvía a erguirse, como si hubiera estado
esperando la llegada de Emma. Pasando debajo de sus piernas abiertas veías al
resto de la zona. No había mucha gente deambulando fuera de los edificios
desgastados. A la poca que sí evitó mirarla tapándose con la capucha. Por un
costado observó los otros anuncios, no menos explícitos que el de la entrada.
Encima de una tienda de juguetes sexuales tanto hombre como mujer parecían más
que dispuesto a dar una demostración gráfica de cómo usar unos electrodos
transmisores que iban justo en los genitales. Ella estaba desnuda de la cintura
para arriba y apenas la cubría una tanga. Lo mismo para él. Emma apartó la
vista antes de que querer ver cómo se usaba el juguete.
Según el tipo aquel, lo único que tenía que hacer era
acercarse a alguien con una corbata estrellada y decirle "ella lo
sabe." Le había dado su nombre, edad, pero en realidad Emma sólo había
puesto atención a la mención de semejante prenda. Imaginaba, y por lo que
apreciaba había tenido razón, en que no todo el mundo andaba por ahí con
corbatas. Llamaría demasiado la atención y demasiado fácilmente alguien podía
decidir que seguro guardaba dinero para la mano más firme. El sujeto tenía que
ser muy bruto o muy novato en esos asuntos. Incluso Emma, en su primera vez
ahí, lo sabía.
Casas de vicio mayor (drogas físicas, esas que se tocan y se
usaban como si fueran medicinas), casas de prostitución de ambos sexos, cines
porno sensibles, licorerías. Esperaba no tener que entrar en ningún sitio para
entregar el mensaje. Desde que bajara del metro la migraña había empeorado y en
ese mismo lugar parecía un grito constante de una garganta incansable. Su
cabeza chillaba por otra pastilla.
Afortunadamente no tuvo que avanzar mucho antes de verlo.
Las estrellas. Sobre una camisa blanca fuera de unos pantalones negros. Colores
de viejo arcaico. Cara de viejo arcaico y borracho. Caminaba tambaleante justo
adonde él se hallaba. Emma se detuvo. No conseguía abrir la boca para formar
las palabras. La consciencia de cuán anormal era esa situación para él le
estaba haciendo dudar de qué tan razonable era seguirle la corriente al tipo de
Péndulo. ¿Y si de alguna manera soltaba una contraseña que desataba el desastre
esperado? ¿Y si lo habían enviado para acusarlo después con las autoridades?
Pero no... la policía no pasaba por ahí. Los sobornaban para
mantenerlos lejos. Además, aunque lo vieran, no podían acusarlo de nada si
estaba sobrio y limpio, si no ofrecía su crédito a cambio de un servicio.
Caminar por un sitio no estaba contra la ley y, sin embargo, no podía quitarse
la inquietud de encima. Como si alguien ya lo estuviera observando, viendo que
no rompía las normas.
El borracho acabó golpeándole el hombro. Ni siquiera se
había dado cuenta de cuánto se acercaba. Estaba huesudo y un hueso duro fue lo
que sintió contra el suyo, pero eso no le llamó la atención tanto como el
efecto causado. Por un segundo, su cabeza volvió a sentirse ligera y tranquila.
La diferencia fue pasmosa. Le recordó a su primera mañana tras tomar la
pastilla.
-Ella lo sabe -murmuró primero, la lengua perezosa. Volteó a
ver la nuca despeinada del tipejo y repitió más alto-. Ella lo sabe.
El sujeto paró su bamboleo un instante. Emma comenzó a dudar
de que lo hubiera oído en lo absoluto, y a la vez no se animaba a decirlo una
tercera vez. Un rascarse la cabeza fue todo lo que hizo. Nada más sucedió. El
borracho siguió el camino debajo de las piernas femeninas digitalizadas sin
girarse.
Para llamar a un taxi Emma tuvo que llegar hasta dos calles
más adelante. 60 pesos menos de crédito por recorrer las restantes diez
cuadras. En frente del departamento encontró al hombre rubio recostado contra
la pared. Emma tuvo un escalofrío al abandonar el vehículo volador. El hijo de
puta se veía diferente. Satisfecho.
"Si no llega a realizarlo, esta será la última vez que
nos veamos."
Ese era el trato.
-Espere, señor -dijo el rubio dirigiéndose al conductor-.
Necesito que me lleve a partir de aquí.
-Suba, suba. Me estoy congelando las pelotas aquí. Cerrá la
puerta, pibe.
-En un momento -El nombre rubio volvió a erguirse y sacó
otro pastillero de su bolsillo. La dejó en su mano abierta-. Gracias, Emmanuel.
Te agradezco la valiosa ayuda.
El que supiera su nombre sin habérselo preguntado le dejó
indiferente: cualquiera podía tomar una foto con el Anon y obtener una
identificación instánea a través de las redes sociales, aunque él mismo no
estuviera inscripto en alguna. Se lo consideraba una grosería menor. Lo que le
descolocó fue el uso súbito, personal, del "te agradezco" en lugar
del "se te agradece." Como si ahora tuvieran más relación entre ellos
que el potencial cliente y representante de la compañía. No le gustó esa
sensación. Era invasiva, impuesta, como los saludos amistosos de Miguel. Vio
deslizarse lejos de sí al vehículo, aliviado. Por esa noche todo había
terminado.
Ahí en su cama tuvo un extraño sueño. Las pesadillas eran
corrientes, sobretodo cuando el tambor sonaba duro en sus sienes durante el día,
pero no se trataba de una pesadilla. Una imagen desconocida que incluía plumas
negras se perdía en el cielo morado. Sería lo único que le quedaría a la mañana siguiente.
Asombroso, en serio.
ResponderEliminarEsta historia coge más y más cuerpo a medida que la leo. Pensar además que se desarrolla en una Argentina futurista le da originalidad. Muchas historias del genero cyberpunk no le dan nombres a los sitios donde se desarrollan vaya ud a saber por qué.
Interesante y trágica la historia de Emma. Poechito *lo estruja* y pensar que tendra que subirse los pantalones porque ahora lo que le viene con Lili es Eneas, como decimos acá *Yao Ming* a ver qué ocurre mas adelante!
Un besote!
Ay!!!!
ResponderEliminarTantas cosas!!!
Yo quiero que Lilliand hable más! Es tan calladito ò.ó
Pobrecito de Emmanuel, su historia me dio mucha penita *estruja mucho a Emma* ya quiero leer el siguiente capitulo, me tiene demasiado metida, y ese barrio oscuro al que tuvo que ir el pobre de Emma.
Como siempre, me encantó como describiste todo, los barrios, el pasado de Emmanuel, como hablaba con Lilliand, hasta me pude imaginar un estilo de anime cuando se encontraron en el metro.
Sinceramente me vas agarrando de a poco, y es muy difícil que una historia a mi me guste tanto.
Sigue así, que te seguiré dejando estos comentaritos, porque te los mereces por ser tan buena escritora.
Te quiero muchisimo Candy, en serio que si.
A tus retoños también!!
*Abraza a Emmanuel y a Lillian* <3