jueves, 12 de septiembre de 2013

Le festin






¡Hola! ¿A quién vas a enviarle un regalo este día de San Valentín?

El mensaje llenó su visión de forma horriblemente brusca. Alrededor de las letras destellantes había miles de opciones para que uno pudiera hacer feliz a la pareja; una actualización del sistema, un nuevo Anon, un reproductor de música con miles de temas oficiales románticos y artículos con los que aprovechar semejantes productos, como auriculares que brillaban en suave y amistoso rosa. Seleccionó "cerrar" casi de inmediato y regresó al menú principal. ¿Quería explorar la zona del Estado Beta o deseaba ubicarse en una posición específica?


Lo segundo. No tenía ganas de pasear y quizá encontrarse con otros transnochadores. Sencillamente no podía dormir. Intentaría encontrar a Lilliand y, en caso de no poder ubicarlo, se acostaría a escuchar música hasta que le viniera el sueño. En frente de él apareció el teclado, seleccionó las letras dirigiendo el cursor con los ojos hasta teclear "El castillo de Byron." Al principio se equivocó escribiendo "i" en lugar de "y." Lilliand tenía unas costumbres tan raras, escogiendo nombres raros de cosas que ya nadie recordaba.

Por fin dio al enter. Mientras su avatar era trasladado a la zona, la mosca de Anon empezó a dar vueltas juguetonamente. La línea detrás de ella se alargaba a medida que eran cargados los datos. En su departamento, sentado en el sofá frente a la pantalla conectada a los LOTs*, el cuerpo de Emma no manifestó su suspiro mental.

Así que ya era 14 de febrero. Por ser temporada de lluvias ácidas estaba sin su trabajo de mesero en La Cacerola y en semejante ausencia había perdido la continuidad de los días. En menos tiempo del que creía, una semana le había pasado por enfrente. No que hiciera realmente la menor diferencia para él. Sólo significaba que se pasaría el resto del día evadiendo mensajes de publicidad y habría maratones románticas por la pantalla. Aburridas, largas y repetitivas maratones románticas. Excepto por esa molestia anual, no recordaba haber experimentado nada más en esa fecha.

Ninguna de sus pocas relaciones le había durado lo suficiente y, aunque así fuera, no estaba seguro de que le hubiera encontrado más sentido al asunto. Es decir, si uno lo pensaba, era puro egoísmo. De querer a alguien ¿no tendrías que celebrarlo a diario? ¿Por qué necesitabas un día al año para hacerlo? ¿Para aprovechar los nimios descuentos? Ideas así rondaban la mente de Emma en tanto la línea de la mosca se hacía tan larga que se enredaba sola.

De pronto la imagen se oscureció, destacando un mensaje que le pedía, por favor, que esperara unos instantes. Luego le indicaron que parpadeara contando desde el 10 al 1. Al abrir los párpados otra vez se encontró en un camino de tierra bañado de un tinte azulado. La luna detrás del castillo en la colina tenía la forma de un corazón. Ignoró el camino y se dirigió a la izquierda. Puesto que había escogido presentarse tal como andaba, sus pies descalzos percibían el suelo. Pero como era un espacio virtual no corría el riesgo de lastimarse con las piedras.

Cerca había un lago reflectante. Su superficie podía ser sólida o no, dependiendo de las preferencias personales. En la orilla una enorme roca sostenía a una figura alada.

-Eh, hola. Esperaba verte -dijo Emma. Las alas negras se agitaron y una cabeza se volvió. El rostro de un hombre con ojos dorados y larga melena roja enrulada. Encima de su cabeza salía su nick de usuario, Lilium. Lilliand-. No podía dormir.

-Buenas noches -le respondió la voz del nombre. Esperó a que el joven se sentara a su lado antes de señalar la luna-. Estaba así cuando llegué. En todas las zonas impusieron que el sol, la luna o las nubes tuvieran esa forma.

-Ah, ya veo. Ellos no han perdido el tiempo. Apenas pasó de medianoche y ya empezaron con la publicidad.

-Llegaste antes de lo que pensaba -comentó Lilliand inesperadamente.

-¿Y para qué me querías vos?

-El día de San Valentín -dijo el hombre, reclinándose hacia atrás. Su camiseta de látex negro mostró el reflejo de la luna concentrándose en su abdomen-. Tuve la loca idea de celebrarlo contigo como lo hacían en los viejos tiempos.

-¿Y eso por qué?

Se encogió de hombros.

-Sólo pensé que podría ser satisfactorio. Después de todo, eres mi primera compañía estable en un largo tiempo. Recuerdo que las personas solían disfrutar de tener citas especiales. El ideal de las mujeres, donde su sensibilidad se veía halagada por los detalles, grandes o pequeños, de los hombres, quienes también disfrutaban el proceso. Yo lo hice unas cuantas veces aunque, como ya imaginarás acertadamente, no podía alargarlo demasiado.

Desde hacía tiempo había aceptado que ese hombre que lo visitaba sin aviso y se iba de la misma forma no era humano, sino otra cosa. Una cosa vieja que no lo parecía en lo absoluto, que vivía y hablaba mucho antes de los Estados Beta o incluso Anon. "Para un museo de lo realmente arcaico", como se decía. Pero esa idea que le quería presentar, como muchas que soltaba, tenía un regusto a ridículo.

-Aparte de lo último, no tengo ni idea de lo que decís -le aclaró.

-En este punto debo suponer que nunca te han cortejado -manifestó Lilliand.

-¿Corte qué?

De pronto, sin motivo aparente, Lilliand se echó a reír. Se rió tanto que tuvo que acostarse en la piedra. Al moverse la camiseta de látex se separó de sus pantalones acampanados, demostrando el pálido vientre en medio. Toda la piel de su avatar era pálida, como si hubiera nacido de la luna. Y por lo que ambos sabían de su pasado, es decir nada, bien podía ser así.

Emma seguía sin entender.

-Sos un boludo -dijo, ofuscado, volviendo la vista al lago. Lilliand se calmó un poco para verlo, divertido-. No podés soltar una palabra que a saber hace cuántos años que nadie usa así nada más y esperar que nadie pregunte. ¿Y si yo me río de que no sepas una cosa actual?

-Eso sería difícil -repuso el hombre-. Me adapto con cada tiempo. Esa palabra, cortejar, en otro tiempo fue tan común como "tener un cortocircuito" ahora. Es cierto que a veces puedo llegar a olvidar la diferencia.

-¿Y qué carajo es, de todos modos? -insistió.

-Significa... -Lilliand se quedó callado un momento, queriendo dar la definición precisa- el juego previo a la intimidad. Como en la cama, potencia el placer.

-Pero eso es tonto. ¿Para qué darle tanta vuelta? Si querés follar venite a mi casa y ya.

-Ese es un pensamiento actual. Antes a las personas, en especial las mujeres, se les "hacía la corte" para llegar a ese punto.

Emma hizo un gesto de desagrado.

-Suena a que las cortaban.

-No, aunque entiendo tu confusión. De todos modos -El hombre se irguió y dio un salto fuera de la roca-, puesto que ya estás aquí, deberé improvisar -Se volvió, sonriente, extendiendo la mano hacia él-. Sé mi valentín, Emmanuel. Dame ese gusto. Si te aburres demasiado piensa que al menos ya no tendrás problemas para volver a la cama.

No tenía motivos para decir que no. Y tampoco los hubiera tenido para decir que sí de n ser por la clase de mirada que Emma percibió por su parte. Sólo hacía unos días atrás lo encontró triste porque no recordaba quién era antes de Lilliand. ¿Realmente quería negarle ese pedazo de un pasado claro?

-De acuerdo. Pero no quiero ver ningún cuchillo o cosa parecida.

La sonrisa de Lilliand contenía tanto alivio. ¿Había esperado que se negara?

-Dame la mano.

Emma se la dio. Acompañando al hombre alado, caminaron encima del lago hacia su otro lado.El reflejo de la luna deformada se veía agitado por las suaves ondas. Miles de veces había estado ahí, pero nunca vio en esa dirección. Ahora se enteraba que se llevaba a una cueva enorme, en cuyo interior se sumergieron hasta que la oscuridad fue absoluta. En frente de él, Emma vio nuevas opciones.

¿Deseas aceptar la zona propuesta por Lilium?

-A ver...-dijo con un suspiro, escogiendo la casilla de aceptar.

De pronto un par de luces se encendieron al frente. Una inmensa puerta de complicado diseño, franqueada por lo que sólo pudo suponer eran lámparas aunque nunca las había visto de esa forma redondeada y con piedras transparentes colgando de delgadas cadenas. En lugar de piedra gris esas novedades estaban ubicadas en una pared de un curioso tono amarillo bastante suave.

-Imagina -dijo Lilliand adelantándose a tomar el picaporte- que estás en 1950.

En la cabeza de Emma eso sonó igual a que lo invitaran a visitar la Era de Piedra. Estupefacto, y hasta algo asqueado por semejante arcaismo, vio al hombre abrir las dos hojas, revelando un salón circular, amplio y de colores suaves. Las mismas lámparas extrañas iluminaban bajo columnas blancas, llenas de líneas marrones suaves. El suelo de madera brillante reflejando la enorme lámpara del techo. Las piedritas que le colgaban, en forma de gotas, despedían destellos multicolores que Emma sólo pudo relacionar a una pantalla dañada. Casi esperaba ver volutas de polvo flotando en el ambiente. Avanzó por la pista llevado por el pelirrojo.

-En esta época -continuó. Parecía otro. Sin alas, el cabello recogido en una coleta baja y traje de etiqueta negro, corbata gris. La falta de adornos u otros colores le desconcertó por un momento- la norma social aceptable era hombre y mujer. Si dos hombres deseaban bailar juntos debían ir a un sitio privado.

Se detuvieron, justo debajo de la lámpara. Emma aprovechó para mirarse a sí mismo: sí, llevaba la misma ropa aburrida que el otro, pero en versión blanca y corbata roja. Su cabello, si confiaba en el tacto, se había aplanado y endurecido para formar suaves curvas por la zona de la nuca.

 -De no hacerlo podían ir a la cárcel.

-Me jodes. ¿Por eso nomás?

-Por eso nada más -Lilliand le levantó la mano, su propia palma hacia arriba. Un leve taconeo y Emma se vio tomado por la cintura-. Los prejuicios en contra del amor homosexual no se consideraban tales. Eran aberraciones que sólo seres indignos de vivir en sociedad podían cometer. Merecías total desprecio si te acercabas a uno de tu mismo género con intenciones amorosas.

Sintiendo su mano libre como un estorbo, el joven la posó sobre el hombro ajeno. Casi se abrazaban, ni un paso le costaría hacerlo. No era costumbre estar así, tan quietos y juntos de pie, pero daba igual. Si para Lilliand era de lo más normal, como su expresión lo confirmaba, no iba a ser él quien se echara atrás. En su lugar se cuadró mejor sobre sus pies. Algo tenía en mente el otro, aunque no sabía todavía qué.

-Había oído de eso -comentó-. Incluso hacían tratamientos pelotudos para esas personas queriendo curarlos, ¿no? Vacunas, medicinas y terapias de aversión.

-Eso sería después, cuando se empezaron a dar cuenta de que había demasiados enfermos para sólo echarlos de lado. Pero volviendo a 1950, por esa época erámos el secreto de la sociedad. Podíamos socializar sólo en lugares como este, donado por la bondad de otro que compartía el mismo deseo. Nadie debía saberlo o nos meteríamos en problemas -Lilliand se le inclinó, acercándole más a él. Emma vio claramente los labios mientras se le movían-. Nuestras vidas, reputación, trabajos, familias. Todo dependía de que nadie supiera lo que hacíamos con nuestros compañeros de turno tras las cortinas.

-¿Compañeros de turno? -repitió.

-Sí, porque, cuando la sociedad secreta era lo bastante grande, rara vez se veía el atractivo a limitarse a una sola fruta prohibida -Emma intentó no imaginarlo demasiado-. Pero, de vez en cuando, sí surgían parejas que iban más allá del momento lujurioso. En lugar de subir las escaleras a los cuartos del piso superior o buscar un sofá bastante grande en el rincón más oscuro, se quedaban así, disfrutando la música. Esta postura era para el vals, un estilo de baile que lastimosamente ha caído en desuso.

-Ya veo por qué. Parecemos dos policías con los brazos enyesados.

Lilliand sonrió.

-Para el vals no se requería más que un balanceo que comandaba una de las partes. Los bailes de hoy en día tienen por premisa soltar la energía, pero el vals quería conservarla y, si el compañero era el adecuado, compartirla. Dejarla deslizarse gota a gota hasta que estuvieran completamente compenetrados. Sígueme y yo te guiaré -Dio un paso a la izquierda, estirando primero una pierna y luego llevando hacia ella la otra. La presión de su mano aumentó, por lo que Emma entendió que debía imitarlo-. Sencillo.
Todavía tomó unos cuantos intentos antes de que Emma lograra coordinar sus pares de pies (cubiertos, cómo no, por zapatos brillantes de punta cuadrada) de modo que no pisara al otro, pero pronto captó la idea. Balancearse, de eso se trataba. Lilliand le hizo dar una vuelta por la pista, tarareando una melodía entre labios. Absolutamente entregado a la danza, su mirada transmitía una dulzura extraña y vieja. Estaba empezando a entender por qué le gustaba. Era como los colores en las paredes, algo tranquilo y casi amodorrado. Se podía bailar aquello mientras se dormía o para causar el sueño.

 -Lo entendiste -dijo el pelirrojo.

-Si lo seguís tarareando sí, cuestión de seguir el ritmo. Pero sigo sin verle la gracia a esto. Encima que sin música…

Pero la había. Una voz aguda se extendió como una cinta de seda por el aire. Vocales pronunciadas en notas sostenidas de una forma curiosamente dulce. ¿Quizá un ave llamándolos? Venía desde atrás. Emma giró la cabeza. Donde antes no había nada surgía ahora un escenario completo, de una madera más clara, rodeado por cortinas rojas de suave aspecto. En el centro, frente a un micrófono antiguo, una mujer abría la boca mostrando los dientes blanquecinos y el brillo de su paladar. Llevaba un vestido completamente cubierto de destellos de piedras pequeñas, blanco y largo. Los pies surgían como de una cola de pez, pequeños, erguidos, doblados sobre zapatos con agujas en el talón. El cabello castaño formaba un cono de punta circular en su nuca, también destellando ante cada sutil variación de postura. Su figura podría haberse trasado con un lápiz, tan perfecta resultaba. Todo ello complementado con ese sonido interior, que arrancaba luces de su pecho, dicho en un lenguaje que no entendió en lo absoluto. Un guitarrista la acompañaba sentado a una silla, recién revelado por un nuevo foco. Los dedos rasgueaban una tonada sencilla pero atractiva, quizá por eso.

-Los sueños de los amantes son como un buen vino –tradujo Lilliand, acercándolo a su pecho. Emma se apoyó contra él, en parte porque sabía que lo esperaba y en parte para oírle mejor-. Dan alegría e incluso tristeza. Debilitado por el hambre, soy infeliz.

No era música pirata, llena de gritos y guitarras eléctrica, pero tampoco parecía música oficial. Dejaba un sabor agridulce en la lengua. Como un arullo de una madre que veía a su hijo crecer y se enteraba de que ya no podría arroparlo más. Esa clase de cosas no se oían ahora. No, nada tan… inextacto se escuchaba.

-La esperanza es un plato comido muy rápido. Yo estoy habituado a saltarme comidas. Un ladrón solitario es triste de alimentar.

Las vueltas alrededor de la pista se parecían a las olas. Sí, eso eran, olas. Sólo conocía a las virtuales, pero identificó ese impulso, el abrazo impulsor para llevarlo hacia atrás, la segura superficie.

-Por nosotros, estoy amargado. Quiero triunfar. Porque nada en esta vida es gratis.
“Y si lo es, te lo cobran luego”, quiso agregar Emma pero entonces tuvo un súbito estremecimiento. Más instrumentos que la guitarra se sumaron a la voz dulce del faro de luz cantante. Todos ellos, mágicamente conjugados por la palabra extraña, se sumaron en una pequeña tormenta para subir la intensidad del agua. No le golpeaba, no, no, no. Le envolvía entero para llevarlo al techo y más allá.

Y otras, otras se le sumaban a la primera.Daban sus coros con perfecta entonación, casi sin deferenciarse de la primera pero haciendo un complemento necesario.

-Nunca repetiremos el camino de las estrellas, no es para mí.

La voz de Lilliand… ¿desde cuándo tenía ese deje nostálgico? ¿O él se lo imaginaba? Emma abrió los ojos y le notó la mirada dorada, devuelta. No sabía lo que era una figurita de cristal pesado o al menos nunca vio alguna para tener una idea gráfica del efecto que producía ese hombre.

Lilliand era viejo. Tan, tan, pero tan jodidamente viejo. Tenía libretas de papel, escribía con tinta y no se hacía nada extremo en el cabello, excepto peinárselo. Ni siquiera poseía un Anon, ahí, cuando incluso los niños de cuatro años ya tienen uno de su tamaño para jugar o contactar a sus padres.

Y sin embargo ahí estaba, metiéndolo en un salón que sin duda era la copia de una sección de un museo. Estaba en el Estado Beta sin saber ni cómo o desde dónde se metía, consciente de que cuando quería encontrárselo ahí sencillamente aparecía bajo esa forma alterada de su avatar.

Todo esto lo sabía desde el momento en que lo conoció, hacía casi dos meses. Un sujeto que se le presentaba de la nada para darle una pastilla que lograra acabar su jaqueca crónica. Dolencia que le tiranizaba desde la niñez y había sido el punto constante durante su vida. Esa noche en que la tomó, no pensó que serviría. Sólo un idiota se fía de extraños bien trajeados. Podría haberlo matado y a él no le habría importado con tal de gozar un sueño largamente postergado. La idea del suicidio no le causaba el menor escándalo entonces.

Sin embargo, resultó. Sencillamente dejó de dolerle y poco a poco pudo realizar todo aquello que deseaba sin más complicaciones que su propia falta de ganas. Claro que eso de llevar a otras personas al suicidio era un efecto secundario negativo, pero uno apenas molesto, siquiera temporal, comparándolo con la placidez que le abría los brazos al fin.

En el fondo, nada importaba si conseguía mantenerse sordo al dolor. Lilliand decía que no se esperaba una aceptación tan pronta de su parte. Más de mil años en el negocio y por primera vez uno de sus “ayudantes” no acababa volviéndose loco. Loco de culpa, loco por la incredulidad. Loco por idiota.

A Emma le daban igual esos conceptos. ¿No era lo que todo el mundo hacía? ¿Buscar su propia comodidad sin importar qué? ¿No apuntaban a ese objetivo todos sus avances tecnológicos, el Espacio Beta, el Anon, las pantallas y muebles inteligentes? No conocía a esas personas. No podía importarle sus destinos miserables. Mal por ellos porque no sabían sacarle partido a una cabeza que no estaba torturándoles cada momento del día. ¡Por favor! Si sería como arrancarse los pelos por todos los gays muertos por la rematada estupidez de una mayoría obtusa. O por los cavernícolas.

-Déjame llenarte con asombro, permíteme tomar vuelo.

Otro giro. Emma vio de reojo a la banda entera, las dos coristas con sus vestidos rojos, sin brillos, acompañando con amplias sonrisas. Todo salido de la mente arcaica del hombre que lo llevaba por la pista brillante, traductor impropio.

-Nosotros vamos a encontrarnos en el final.

-Pero me lo prometés,¿eh? –susurró, recostando la cabeza en su pecho.

-¿Cómo dices?

-Nada.

-¿Quieres guiar?

Emma asintió, imitando con su postura a un policía autómata de la calle. Espalda recta, como si le pincharan el culo con un palo y tenía que mantenerse serio. Lilliand cambió de posición sus manos y brazos; ahora era él quien le rodeaba la cintura. Desde luego, aprovechó para acercar al otro hasta que toda su parte frontal se encontrara.  La diferencia de tamaños era irrelevante ante la buena disposición.

Bajo su mando fueron más rápido, acelerados en comparación al tranquilo ritmo interior. Emma tenía interiorizada la velocidad, la hacía vibrar contra sus oídos todos los días gracias al reproductor de música en el Anon. Nadie tenía tiempo para moverse lento… y, sin embargo, en cierta forma, fue lento. La desesperación por adelantarse o resaltar podía salirse de la ecuación tranquilamente. Ahí sólo estaban ellos dos. Ellos y los recuerdos de Lilliand de un tiempo en el que uno podía dormirse de pie en completa paz.

Sus pies se sentían extrañamente ligeros. En confianza, dueño del balanceo de las olas para variar y a la vez esclavo de ellas. Esa dicotomía antigua se había desgastado igual que las piedras preciosas como pantallas rotas.

-Una vida escondiéndome y finalmente soy libre –Las palabras de Lilliand acompañaron los últimos compases de un piano anormalmente grande-. El festín está en mi camino.

La luz que iluminaba a la banda se apagó de golpe, mostrando un hoyo negro total. Una lámpara se encendió en el centro de la oscuridad, revelando una porción de pared indistinta del resto. Emma detuvo su giro y miró a su compañero.

-¿Cuántos años tenía ese tema?

-Más de 200 y, aun así, no tenía nada que ver con los 50.

-Sos un carajo raro, ¿lo sabías, no? –dijo, riéndose.

-No me queda de otra que saberlo, me temo –Otra vez el cambio de postura. Esta vez dos brazos le tomaron por la cintura, agarrándolo-. Después del baile tocaban los cuartos superiores con el mejor compañero que encontraban.

-¡Al fin! ¿Tanto embole para eso? Haberlo dicho desde el inicio, boludo –Lo rodeó del cuello, sonriente-. ¿Pero sabés? Tampoco tan mal estuvo. A lo mejor tu romanticismo arcaico no está tan muerto.

LOT: Lentes de Ondas Thelta. Son el único dispositivo que sirve para entrar a Estado Beta.

Nota: Este relato de motivo romántico se basa en la canción homónima de Camille. La adoré desde el segundo momento en que la oí (la primera se nota que estaba distraída por la historia) y esta es la escena que siempre imagino al escucharla.

 

2 comentarios:

  1. Bueno, no entrare en redundancias, salvo que el relato es bueno, y romantico a su manera. Creo que es una buena forma de promocionar a sus bebés mientras está creando el libro.

    Animo y no se desanime por publico de galería. A los buenos escritores los rechazan los mediocres.

    Besos!

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