Después de unas largas vacaciones de esta historia, finalmente volvemos a ponernos las pilas con un nuevo episodio de ese chico con nombre de nena. O al menos con una parte.
Capítulo 7
Las Ranas de Tierra atacaron otra vez. Emma contempló los
rostros indignados, desconcertados e indiferentes de la multitud. Una
multitud indistinta, compuesta de gente yendo al centro para hacer su
trabajo, yendo a realizar las compras de la mañana en el centro o
extendiendo sus lectores de tarjetas para pedir, en voz patética, una
pequeña ayudita. Aunque le buscara alguna diferencia esencial con la
estación a la cual bajaba desde que se idependizara, no la había, a
excepción de los números en las entradas. Las mismas sonrisas en 3D
presionando los centros de placer en su cerebro cuando eran percibidos,
el mismo liezo gris claro vacío donde, como por arte del copypaste, una
caricatura de una niña construyendo un castillo con lo que parecían ser
sólo sus manos. Y las mismas voces preguntándose qué
significaba eso y cómo pudieron eludir la seguridad.
Pero
una vez pasada la impresión, había un horario que cumplir y asientos
que ocupar. A lo largo de una fila de personas formada tras la línea de
seguridad, una figura conseguía destacar con cierta facilidad. Era un
hecho comúnmente aceptado que las ropas siempre atestiguaban una parte
del ser de alguien. De ahí una de las estrategias publicitarias más
usadas, "convencer al clinente de que sólo así podrá ser él mismo." En
la temporada estaban de moda los colores chillones combinados con
colores café para aquellos que eran serios en su trabajo pero todavía
sabían disfrutar de la vida. Lo que la chica en cuestión utilizaba sólo
había sido utilizado hace años durante la precipitación de ácido caída
sobre Chile, como una pretendida forma de hermanarse con la desgracia
ajena. El negro entonces era elegante, serio y propio de seres
inteligentes que sabrían gastar bien su crédito para compartir simpatía
mientras ellos continuaban con su vida ordinaria. Después hubo la
inauguración de la primera ciudad flotante de América Latina, encima de
los restos desechos de los deshausiados, y entonces el amarillo, símbolo
universal de alegría indiscriminada, dominó la escena.
Una
cosa era lo que la gente decidiera usar en sus fiestas privadas, por
eso Emma no se había sorprendido ante la vestimenta del grupo de Abel.
Pero en la mañana, rodeada de trajes brillantes y faldas masculinas de
látex en verde chillón, las botas de negro reflejante, las hebillas de
plástico plateado para simular metal y los guantes a cuadros blanco y
negro sólo parecían fuera de lugar. Era como si sólo hubiera aparecido
ahí, sin ninguna conexión real con el mundo.
Por otra
parte, el corpino relleno o el tratamiento hormonal que tantas
jovencitas solían tomar no engañaba a nadie. Poseía la cara de una niña,
todavía menor por los grandes ojos celeste con motas grises, no menor a
los catorce o quince años. Los auriculares con calaveras sonrientes
moradas titilaban al ritmo de una tema que sólo ella conocía. Era la
única vestida así. La única con un tatuaje de mariposa asomando desde el
cuello de su blusa y debajo de un collarín.
La que
Lilliand le había indicado era la siguiente. El hombre estaba justo a su
espalda y su respuesta a la mirada interrogante que fue inevitable
dirigirle fue asentir con suavidad. Emma abrió los ojos en incredulidad
viéndola de nuevo. Era una pendeja. Un pendeja con bastante crédito para
vestirse con prendas completas y accesorios Anon. ¿Qué tenía ella que
ver con el dueño de la laptop o un borracho? Pero Lilliand le señaló el
reloj de la estación con un movimiento de cabeza. El transporte estaba a
punto de llegar.
Antes de saber cómo, los dos ya se
encontraban ahí, justo a su espalda. La mariposa tenía alas puntiagudas
en rojo y negro. Si uno les ponía la bastante atención el tiempo
suficiente comenzaba a moverse, como si el incesto estuviera a punto de
iniciar un viaje por la piel morena de la chica. Ella no se enteraba de
nada, abstraída, la cabeza baja y labios verdes brillantes formando una
línea inexpresiva. ¿En serio estaba pasando?
Una última
pregunta insegura sólo confirmó el hecho, ya bastante claro. El ligero
zumbido de la corriente eléctrica siendo activada y atrayendo los
vagones era su señal. Lilliand no hacía ningún movimiento, a diferencia
de la gente que ya comenzaba a impacientarse y moverse. Suficientes
empujones, pisotones y apretamientos había sufrido Emma para darse
cuenta de que estaba en una posición peligrosa. De no ser por las
pastillas estaría ahora a punto de perder la consciencia por los
continuos golpes a ella. Pero las había consumido y su poder todavía
mantenía sus sueños pacíficos.
Las luces blancas
aparecieron por una esquina de sus ojos. ¿Quién era esa chica? ¿Por qué
debía ser ella? ¿Y por qué estaba justo encima de la línea, sin siquiera
fijarse en el metro como todos los demás, como si ni siquiera le
importara que nunca llegara? Alguien le dio un codazo en la espalda al
mismo tiempo que su pie resbalaba sobre la superficie de un calzado
desconocido.
Vio un hombro en frente que podía
sostenerle, la vio comenzar a balancearse hacia atrás y adelante con una
potencia mínima, minúscula, como siguiendo al fin el ritmo de su propia
canción. De nuevo le golpearon, esta vez con más fuerza en el
homoplato, y él dobló el tobillo adelantando el brazo.
Fue
nada más un pequeño empujón. Lo mismo que le había dado a todos los
objetivos antes, nada diferente. Siempre había sido todo lo que hacía
falta.
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