martes, 24 de marzo de 2015

Capítulo 8




Habían sido cuervos. Lo que vio cuando la chica se estrelló contra el metro habían sido cuervos aleteando como si acabaran de recordar que debían estar en otra parte, un par iguales a los que coronaban los edificios y lo observaban a su vez desde lo alto en actitud solemne. Era una idea extraña para tener justo después de tener sexo después de años de abstinencia, pero ahora que lo había entendido podía recordar con facilidad que no había sido uno sino un par los que alcanzó a ver antes de que Lilliand lo arrastrara lejos de la escena. Le preguntó, sin darle especial importancia, si otros veían cosas similares. Lo atrapó en medio del acto de subirse la ropa interior por las piernas.


No pudo evitar mirarle de arriba abajo. Una inconfundible sensación de deleite le aligeró el pecho. No se arrepentía para nada de lo que habían hecho, fuera lo que fuera considerándolo todo. Demasiado temeroso del dolor por tanto tiempo, se permitiría abrazar lo bueno que llegara.

Y si al final todo le explotaba en la cara, bueno… al menos lo habría intentado.

-Sí, desde luego –dijo Lilliand y se inclinó para tomar sus pantalones del suelo. Los dobló y colocó en el borde de la cama con la diligencia de un empleado de tienda elegante-. Palomas, mariposas, flamas que se apagan en el aire. Incluso hubo algunos que veían gatos. Es una de esas cosas que de las cuales sólo he podido armar teorías para luego verlas destrozarse frente a mis ojos –Acabó de acomodar su ropa, alisando cualquier arruga que pudiera tener.

Debería haberlo hecho antes, pero ninguno se había preocupado especialmente por tomarse su tiempo. Le gustaba eso, la normalidad de la escena. Pero no podía durar todo el día, tenía turno en el restaurante a la tarde y quería tomar aunque fuera una pequeña siesta. Se salió de la cama y se dirigió al baño justo al lado del armario.

-¿Quieres limpiarte los dientes? –ofreció, encendiendo la luz sobre el espejo-. Creo que todavía tengo unas tabletas por aquí.

-Estaría bien, gracias.

-Trae un vaso de la cocina.

Emma sacó del compartimiento al lado del lavamanos una caja plástica que contenía a una plancha de suaves esferas verde claro. Sacó una para sí y otra para Lilliand.

-Mamá siempre me hacía contar antes –comentó Emma, llenando el vaso que él ya tenía dispuesto para sí-. Cuando era más pendejos siempre las tomábamos juntos porque yo tenía miedo de que realmente me estallara o me saliera espuma hasta por los ojos. Supongo que daba menos miedo que explotaran dos bocas al mismo tiempo en vez de sólo la mía -Llenó el que Lilliand había traído y se lo entregó, levantando el propio como para dar un brindis-. ¿A la cuenta de tres?

Lilliand sonrió y chocó los dos cristales. Al llegar a tres los dos se llevaron las esferas a la boca para seguidamente llenársela de agua. La explosión de espuma limpiadora resultó tan desagradable como siempre. El intenso sabor de la menta le llevó a apretar los puños mientras lo dejaba cosquillear alrededor de todos los dientes. Debía mantenerlo ahí durante veinticinco segundos, pero siempre parecían tres minutos enteros. Emma levantó una mano como para llamar a la atención antes de inclinarse a escupir lo suyo. Luego fue el turno de Lilliand.

-No sabía que te habías afilado los dientes –comentó el más joven.

-No lo hago.

Pero Emma lo había visto otra vez mientras hablaba. Un par de dientes superiores, más agudos de lo normal. Se señaló los propios romos y Lilliand finalmente entendió.

-Ah, eso. No, es sólo  algo que me olvido de arreglar. Ha pasado tanto tiempo desde que el común de la gente comiera regularmente algo más sólido que una barra nutritiva de modo que no necesitan los colmillos como antes.

Emma extendió la mano y tomó un mechón de pelo rubio entre sus dedos, haciéndoselo a un lado. Recordaba qué anticuado le había parecido en ese primer vistazo. Los ojos rojos pasados de moda.  Lilliand lo dejó hacer, lavándose las manos con parsimonia, como si eso fuera parte de la fachada de cotidianeidad y sólo esperara su siguiente acción.

-Soy un pelotudo de mierda –murmuró Emma-. Vos no sos humano.

Llliand se secó las manos con una toalla y frunció el ceño.

-¿Qué parte de mí exactamente te ha dado esa idea?

-¿Qué parte no lo ha hecho? Siempre lo he pensado, que debías ser un alien o algo.

-¿Y ahora?

Emma señaló su cuello expuesto por el pelo recogido.

-No tienes nada –dijo en tono acusatorio-. Yo sé bien lo que te he hecho y sé bien que debería haberte dejado algo, pero ahí no ahí no hay nada. Estoy segurísimo de que no te he visto aplicarte una pomada de curación instantánea y no me digas mierda de que no lo hice bien porque no me lo trago.

Lilliand le dio una sonrisa deslumbrante.

-Soy un alien –dijo Lilliand levantando un dedo-. Soy un robot último modelo –dijo con voz intencionadamente mecánica- Soy una geisha genéticamente modificada para que no me queden los chupones –Puso la mano en una cadera y arqueó una ceja con aire coqueto-. Cualquier explicación es tan buena como cualquier otra. Escoge la que gustes.

Luego de decir aquello su expresión se ensombreció.

-Me perdí –admitió Emma, que no se esperaba eso-. Che, tampoco entiendas mal. Si vienes de otro planeta tampoco es que nadie te va a linchar. Hace unos años vino una colonia de Venus de turismo y, aparte de que eran un poco creídos, no hubo problemas con ellos. 

Lilliand sonrió con aire cansado.

-Entonces ¿cuál es el problema?

Emma se encogió de hombros, sintiéndose perdido.

-No sé. Podrías haber dicho algo.

-Podrías haber preguntado.

Emma giró los ojos.

-Ay, sí. Perdón, señor. Perdón por no preguntarle al primer tipejo raro que se me acerca por la calle si no es del espacio. Es que es obvio que la falta es mía por no asumir de una eso –Se dio un golpecito en la frente, como si se reprochara la tontera, y exageró el impacto echándose atrás.

Lilliand se rió, divertido. Lo que buscaba.

-Está bien, es justo –reconoció Lilliand y luego negó con la cabeza-. Pero no sé de qué planeta exactamente.

-¿Como que no sabes?

-Eso es lo que intento averiguar con esto que hacemos, Emma –Lilliand lo miró y de pronto sus ojos cambiaron de color con cada parpadeo. Una última confirmación de que sus sospechas eran todas de verdad, si es que de verdad todavía le quedaba alguna duda. Si es que lo hacía, con eso acabó de morir. De un verde imitación al suyo, un azul intenso y un anaranjado brillante, al final una sonrisa que parecía resignada a todo-. Me prometieron que me lo dirían si hacía esto las suficientes veces. Una mujer pelirroja en un bosque tocando el violín me lo prometió. Ya perdí la cuenta de cuántos son y sigo esperando.

Lilliand se dio la media vuelta y hacia el cuarto para vestirse, pero Emma le tomó del hombro. Le soltó apenas el hombre se detuvo sobre sus pasos y se volvió.

-Supongo que no tengo derecho a decirte nada sobre eso. Mierda, hasta creo que lo entiendo. Será que los dos somos unos hijos de puta egoístas, ¿no?

No sabía qué esperaba obtener diciendo eso. Quizá ofrecer alguna especie de consuelo, aunque no tenía claro por qué se molestaba. Lilliand era peor que él bajo cualquier punto de vista. Debería estar acostumbrado después de tanto tiempo. Y sin embargo no pudo quedarse en silencio.

-Será –concedió Lilliand con una nota de agradecimiento.

---

El metro no estaba disponible cuando salió del trabajo. Unas cintas policiacas de un verde chillón advertían que el sitio era la escena de un crimen violento mientras un par de vigilantes se mantenían a pie en la entrada, impidiendo intrusos. Algunas personas reclamaban en frente de ellos pero era inútil, los androides permanecían impasibles. 

Debido al tráfico de la hora pico llegó casi veinte minutos tarde al trabajo. Abel le tranquilizó diciéndole que nadie se había sentado en su zona y que hoy había sido un día tranquilo. Muchos días eran últimamente así. Por un lado resultaba un alivio porque significaba menos molestias que tomarse, pero por el otro lado, de no ser porque Abel compartía con él la mayoría de los turnos, era sencillamente demasiado aburrido. Le estaba comentando acerca de una película que había visto en la televisión cuando de repente el otro le tocó el brazo.

Normalmente ese toque repentino le habría hecho tener un sobresalto.  Sus uñas pintadas de azul despedían brillos al dar con la luz y sus dedos desprendían  calor sobre su antebrazo.

-Casi se me olvida –dijo, bajando el tono de su voz y acercándosele. A pesar de que sabía que era maquillaje lo que tenía sobre el rostro no podía notar la menor diferencia respecto a cuando se lo quitaba-. Lo lamento por tu amigo.

Emma frunció el ceño.

-¿Cuál amigo?

-El que murió esta mañana –aclaró Abel, sin alcanzar a ver la expresión de Emma. Menos porque entonces definitivamente habría sentido la necesidad de preguntarle por qué parecía tan espantado. Pero sólo fue un segundo hasta que se diera cuenta de que no tenía sentido pensar que a Abel se refería a aquella muerte. Claro que no-. Lo vi esta mañana, que el tipo se había colgado del balcón. Te vi hablando con él en el centro. Te quería saludar, pero estaba de salida con mis viejas. Lo lamento mucho.

Emma tuvo una imagen clara de la escena que debió haber presenciado. Desde luego que no era un amigo. Le estaba contando acerca de cómo su pareja estaba desesperada por dejarlo haciéndose pasar por un amigo de esta. Habría sido sencillo para ese objetivo en particular preguntarle a su pareja y echar a volver su historia, pero no lo hizo. Ni siquiera se le ocurrió. En medio de la situación en la que estaban sus palabras sólo pudieron dirigirlo a una sola dirección.  Era lo que Lilliand se esperaba. No podía decirle ni una palabra al respecto, de modo que la versión de Abel resultaba mucho más conveniente.

Le dio una palmada a su mano como muestra de agradecimiento por su simpatía, repitiendo lo que había visto en la televisión en situaciones parecidas.

-Está bien. Tampoco es que lo conocía mucho pero aun así ha sido una sorpresa.

-Me imagino. Es de verdad horrible, ¿no?

-¿Qué cosa?

-Que la gente se mate. Viste las noticias, ¿no? Son muchísimos.

Emma asintió. Un número demasiado alto para que él tuviera que ver.

-Pero es su decisión, ¿no? Al final cada uno puede hacer con su vida lo que quiera.

Abel tomó un mechón azul de su pelo y se lo retorció entre los dedos.

-¿Eso pensás? ¿Y qué con los padres y amigos que dejen?

Emma pensó en su madre. Pensó en el arma que tenía en su mesa de luz, ilegal, y que había esperado Lilliand no acabara encontrando si lo invitaba de vuelta. La había conseguido hacía años, cuando todavía vivía con su viejo, y se la había llevado todavía pensando que cualquier día le serviría para poner fin a su dolor de cabeza de forma definitiva. La veía como su salvación, un escape por el cual podía estar agradecido de que existiera. Durante mucho tiempo él también había vivido en el borde. No podía culpar a nadie que decidiera dejar atrás el vértigo y sólo dejarse caer. Habría sido todo un alivio. El fin de todo, incluso lo malo.

-No se puede vivir pendiente de ellos –dijo, encogiéndose de hombros. El corazón le palpitaba. Eso era material que tocaba muy profundo en él y sencillamente todavía no se acostumbraba a hablar así. Incluso con Lilliand lo más fácil que le salía era irritación-. Tampoco es que alguien quiera estar en esa situación. Es una mierda, pero no se va a salir por mera consideración a los demás.

Los de Abel brillaron. La sorpresa estuvo ahí un segundo antes de que Emma lo viera bajar la vista mientras estiraba las mangas del uniforme.

-¿Quieres venir a mi casa a la tarde?

Era la primera vez que se lo ofrecía. Desde la primera vez que lo había invitado a su concierto habían salido en otra ocasión, pero Emma nunca había estado en el interior del edificio. Había pasado mucho tiempo desde que nadie lo invitara al interior de su casa también. Asintió justo en el momento en que su Anon vibraba con un particular ritmo que reconoció al instante.

-Sí, meta, me parece bien. Me están llamando ahora, ya vuelvo.

Entró en el salón del restaurante y lo encontró prácticamente vacío. Desde que empezara a trabajar ahí sólo en contadas ocasiones lo había vuelto completamente lleno y creía recordar que más de una había sido por reuniones de familias grandes para alguna celebración, pero aun así el ver que sólo había dos clientes sentados a las silla le dejó un vago vacío en el estómago. Desde luego, hacía unos días habían abierto una nueva cadena de Chubby Donald, una cadena de restaurantes afiliada a Anonymous y eso había dado como resultado una considerable baja en su clientela. La única persona que estaba en su sección y lo había llamado era la vieja quizá escritora de costumbre.

Al acercarse vio que las marcas de su rostro se habían profundizado. Los ojos parecían hundidos arriba de unas bolsas de piel cansada. Sin embargo, ella levantó la vista y le sonrió como siempre lo hacía. Ya no sentía que alguien le golpeaba la cabeza cuando la tenía cerca, de modo que Emma le sonrió de vuelta. Era fácil sentir simpatía por ella una vez tomaba las pastillas.

-Buenos días, señora –dijo, poniéndose derecho y las manos a la espalda-. ¿Ya sabe qué ordenar?

Ella hizo su pedido de siempre (ravioles de espinaca con salsa blanca y una botella de agua saborizada de limón) y Emma asintió, pero la señora hizo un gesto con la mano como para volver a llamarlo. En cuando se volvió a acercar ella dijo:

-¿Estás bien vos, Manuel?

No era la primera vez que se le dirigía por ese nombre. Por algo los hologramas prometían que pronto serían atendidos por el mesero al que le tocara la sección en que estaban. Emma no le había corregido al principio pensando que sólo sería una cliente ocasional, pero en cuanto fue evidente que ella planeaba ser constante y que su presencia le empeoraba su estado Emma aprovechaba cada vez que lo llamaba así para insultarla en su cabeza.  Nombres horribles llamando a un descuido que él podría corregir pero no lo hizo, por mezquino. Le avergonzaba recordarlo ahora con la cabeza clara. No había sido culpa de la señora.

-Me pareces diferente, más… no sé –Hizo un gesto vago con la mano y luego otro de restarse importancia. Tenía la costumbre arcaica de expresar mucho con las manos-. No quiero parecer entrometida tampoco, discúlpame.

-No  hay problema, señora. Todo está bien, en serio.

-¿Ah, sí? –Ella parpadeó, mirándole al rostro (pero no de la manera que Eva esperaba hiciera regresar a la gente) y abriendo los ojos cuando él no apartó la vista. Antes, si dejaba que lo viera creía que iba a adivinar sus verdaderos pensamientos o por lo menos que él dejaría deslizar algo inconveniente. Ahora no tenía ningún motivo para evitarla-. La verdad es que sí te veo mejor que antes. Menos mal. Me alegro mucho.

“Pero no me conoce”, pensó Emma, pero no dejó esa idea pasar a la superficie. No tenía importancia. Era una vieja. Los viejos eran extraños y eso era todo.

-Muchas gracias, señora. Si me disculpa, voy a traerle su orden.

-Hazme el favor, querido. Hace días que no tengo una buena comida.

Podría haberle preguntado a ella si estaba bien cuando claramente parecía que no. Podría pero no lo hizo porque pensó que si ella quisiera que supiera que le pasaba, ella se lo habría dicho. Si no se lo decía era que no quería hablar al respecto y Emma tampoco quería ser un entrometido. Se volvió a la cocina  para comunicar la orden. A través de la ventana escuchó a uno de los cocineros que estaba de turno pronunciar un largo bostezo. Cuando regresó con la bandeja llena Eva había bajado al salón y entablado conversación con los únicos otros clientes, una pareja de treintañeros. La mujer sonreía mucho e incluso a distancia se la notaba encantadora. Era una mala señal cuando la dueña del restaurante tenía que bajar a establecer relaciones en lugar de dejarlo al físico de los meseros.

Se obligó a no mirarlos mientras preparaba la mesa de la vieja. Ella le agradeció con un apretón a su antebrazo que duró unos segundos. La mano era delgada y se le veían las venas azules sobresaliendo, pero el apretón resultó sorprendentemente firme. Luego se movió para tomar el tenedor y Emma preguntó si necesitaba algo más.

-No, Manuel, gracias.

Le dio la espalda.

--

En la casa no había nadie. Según lo que le había contado Abel, su viejo no regresaba del trabajo hasta mucho más tarde. No tenía necesidad de preocuparse porque le dejaba un dinero extra para pedir comida en caso de que le diera hambre. Después de guardar sus camperas en el armario cerca de la entrada, ambos se dirigieron a la habitación de Abel en el segundo piso.

-Acomódate donde quieras –dijo Abel.

El cuarto le agradó a Emma al instante. Era un completo desastre de ropa negra, bolsos de hombro, mochilas compactas y accesorios. Sobre el escritorio adonde estaba una gran pantalla había un par de vasos con el fondo marrón diluido de una gaseosa. Se sentó en un costado de la cama,  considerablemente más despejada que el suelo o la silla. Estaba sostenida por imanes, de modo que cuando tuvo que soportar su peso bajó un poco en el aire antes de volver a su posición anterior.

Había un par de cajones que flotaban y permanecían a la distancia que indicara el usuario. Abel elevó uno hasta la altura de su pecho y rebuscó en su interior hasta sacar un pequeño tubo.

-Voy al baño a quitarme el maquillaje, ya vuelvo –indicó Abel.

-Te espero.

Una vez lo dejó solo, Emma miró a la mesita volver a su sitio al lado de la cama y encima de una caja metálica por donde sobresalía la parte superior de una bota larga. Sobre la superficie del mueble estaba apoyada una foto de Abel en brazos de una mujer que posaba en medio de dos hombres. El niño Abel llevaba un traje de payaso a colores morado y rojo. Parecían estar en un parque de diversiones con una montaña rusa supersónica (se llamaban así pero no llegaban a tanto… si alguien saliera disparado de una de ellas sólo llegaría a la estratósfera antes de precipitarse al suelo en una bola de fuego) esperando a sus espaldas. De alguna manera todos le recordaban a Abel como lo conocía ahora. El color de sus ojos provenía del hombre a la izquierda, l tono de piel era el de la mujer y la mayoría de los rasgos faciales se asemejaban a los del hombre a la derecha. En una ocasión le había mencionado que venía de una familia tripartita. La manipulación genética, cada vez más disponible económicamente, había dado un excelente fruto, la combinación perfecta de los tres al mismo tiempo.

También le había contado que los tres se habían separado cuando era pequeño y sólo su madre se había vuelto a casar, con otra mujer. Con ellas había pasado gran parte de su vida ya que vivían cerca del colegio, pero cuando ellas se mudaron se pasó a vivir con uno de sus padres para no hacerles pasar tantos gastos a ellas. De por sí no habían logrado mantener la vivienda que tenían antes. Decía que se llevaba bien con su viejo, de modo que estaba eso.

Había otras fotografías proyectadas sobre la pared desde los puntos de vista, algunas mostrando a un Abel más bajo que los otros jóvenes con los que aparecía y otras en las que aparecía saludando a la cámara vistiendo ropas del estilo que usó en el concierto, en algún otro club oscuro adonde el trago en su mano brillaba en tonos fosforescentes. Mientras las miraba, Abel volvió a entrar en el cuarto y saltó a su regazo, rodeándole el cuello con los brazos y besándole. Aunque sorprendido, Emma no lo rechazó y correspondió el gesto, afianzándolo con sus manos.  Pasados unos momentos Abel se separó,  la mariposa de su rostro visible otra vez, y arqueó una ceja aguda.

-Estás mejorando –comentó, sorprendido.

-Vete a la mierda –dijo Emma, sonriendo-. Te dije que no tenía práctica antes.

-¿Y ahora?

-Y ahora he tenido práctica.

Abel se estiró a besarlo de nuevo. Sus manos blancas le tomaron del pelo en su nuca y tiraron muy suavemente, como una nueva caricia.

-Me parece bien, pero al menos avísame si van a algo serio.

-Nah, no creo que pase –dijo Emma y decía la verdad. Por lo menos no el en serio que Abel creía-. El tipo es prácticamente un robot.

-Bueno, como quieras –Abel habló contra sus labios. Sus narices se rozaban, enviándole agradables cosquillas. Emma adivinó lo que iba a ofrecerle antes de que le dijera. Siempre se ponía de ese modo antes de ofrecérselo-. ¿Quieres sintonizar?

-Eléctrico –respondió.

Abel sacó una bolsita de plástico cerrado en donde estaban un par de auriculares inalámbricos. Los pares estaban unidos por la parte inferior.

-Vamos al techo a probarlos.

Antes de irse, Abel tomó una manta del armario y una almohada de su cama. Emma le siguió cuando se levantó de la cama y salió al pasillo. Al fondo del mismo había una puerta que daba a un elevador personal. Abel dijo que no se preocupara si tambaleaba un poco, la estúpida cosa era muy arcaica, pero el corazón le latió con fuerza cuando el suelo bajo sus pies empezó a temblar y sintió que se elevaban. Al llegar arriba Abel tocó la puerta del frente y esta descendió con un ligero zumbido. Recibieron la brisa nocturna en el rostro, percibiendo el olor ligeramente a podrido de las nubes amarillentas.

-La cubierta falla de nuevo –comentó Abel y se puso en frente de un panel en el exterior del ascensor, unido a la pared. Le dio unos golpes con el puño. Una onda azul eléctrico rodeó a la casa por unos segundos. Por un momento no sintieron el aroma, pero este volvió al poco rato. Abel rezongó con resignación-. Al carajo. Espero al menos que hoy no llueva. Vení.

Emma se sentó en el suelo al lado de Abel, adonde este se había acomodado y sacaba los auriculares. El suelo, tanto como las elevaciones que deberían impedir una caída, estaban desgastados por la lluvia, pero gracias a la manta gruesa que Abel había extendido no tenían por qué sentirlo. Recibió un par de los auriculares. Se los colocaron al mismo tiempo y se acostaron. Emma pensó que era difícil creer que ahí hubiera algo más que bilis contenida, pero debía haberlo. Los alienígenas no venían de la nada. Estaban muy juntos y los dos tenían las cabezas apoyadas sobre la almohada, pero todavía no se tocaban.

-¿Ya? –preguntó Abel.

-Sí.

-Hagámoslo al mismo tiempo. Siempre es mejor así. A la una… a las dos… y a las tres.

Presionaron el botón que salía de sus orejas. Cerraron los ojos. Los sonidos que no podrían ser música ni siquiera para las mentes más creativas vibraron al máximo volumen. Emma sintió que su cuerpo se relajaba, cada latido era como un pequeño terremoto llenando su cabeza en ondas expansivas. El volumen estaba alto. Abel tanteó el espacio entre ellos y le tomó de la mano, uniendo sus dedos.

-Mira –dijo Abel.

Emma miró. El cielo como si una mano gigante lo estuviera revolviendo. Se formaban figuras espontáneas semejantes a los humanos, que sólo duraban un segundo antes de desvanecer tras un paso de baile saltarín o un dedo al medio dirigido a la ciudad. Tal vez dirigido a ellos. Sus rostros cambiaban con la frecuencia de segundos desde el momento en que creía identificarlos. Primero estaban tristes, luego molesto y después celebraban el desvanecimiento de su vida extendiendo los brazos. También hay cuervos amarillentos extendiendo las alas.

-¿Qué ves? –le preguntó Abel.

-El mundo entero –dijo, casi riéndose porque era una respuesta tan buena como “un zapato roto” y probablemente habría sido igual de certera.

Los dos elevaban sus voces para hacerse escuchar.

El cambio era entendible, pero todavía demasiado rápido para que pudiera decir que una cosa era sólo una cosa. Todo era todo y la nada no existía. Extendió su mano, que parecía rodeada en un humo verdoso, y atrapó entre sus dedos la punta una cola de plumas antes de que se volviera un dedo acusador. Movió su brazo de un lado a otro y se preguntó si ese humo llegaría hasta arriba, contribuyendo a que nunca vieran las estrellas. Quizá podría sumergirse entre las nubes y llegar al otro lado para verlas él mismo. ¿Quién decía que no se podía?

-¿Cómo es?

Emma pensó realmente en eso. Intentó dibujar algo concreto en el aire, pero era imposible, de modo que esbozó un conejo que quedó impreso en sus pupilas con líneas de color verde antes de desaparecer.

-Rápido. 

-Es difícil mantenerse al tanto, ¿no?

-Sí.

-¿Qué crees que pase si nos salimos de curso?

-No sé…

De pronto el techo sobre el que estaban se balanceaba. En realidad era Abel levantando las piernas para quitarse el calzado empujándolo con el talón del otro pie. Todo su cuerpo, pero en especial en las zonas que no estaban cubiertas por la ropa, irradiaba un humo azulado. Parecía un edificio en llamas visto desde el exterior. Y en poco rato se convirtió en una humarada todavía más  grande cuando Abel se quitó la remera. Emma, sintiendo una irresistible curiosidad, recorrió con un dedo la línea de su columna. Durante unos segundos el azul y el verde se mezclaban como desesperados por encontrarse, pero al rato ya se alejaban de vuelta y eran dos cosas distintas.

Todo Abel se quemaba y él también cuando se inclinó a abrirle el cierre del pantalón. Se le hizo insoportablemente graciosa la imagen de su miembro erguido echando humo, se imaginó a sí mismo dibujando con él contra el lienzo del cielo y entonces Abel se lo engulló, arrojando nubecillas más oscuras en cada aliento. Los ojos de Abel no se despegaron de los suyos ni siquiera cuando llegó a la garganta y Emma le acarició el cabello azul, ahora lacio, que caía encima de su cadera. Sostuvo algunos mechones entre sus dedos, pensó que eran los fideos del restaurante y no debería sostenerlos pero estaba bien porque Abel sacaba la lengua humeante para mostrársela.

Se sentía ligero y pesado al mismo tiempo, ausente y presente. Era casi como estar en el Estado Beta pero traído a la realidad y potenciado. A lo mejor era por eso que había tantos adictos y su vecina podía vivir tan bien. Abel le subió la camiseta antes de subirse a sí mismo, poniendo cada pierna a un lado. Las manos sobre su vientre estaban frías y se estremeció por la combinación con su cálido interior. Ahora el cielo tenía el rostro de Abel en el frente y sus movimientos hacían volver ondas el aura azul. Su piel era blanca y los piercings en sus pezones brillaban con una especial potencial.

Emma jugó con ellos con dedos curiosos, causando que la presión sobre su entrepierna se volviera en una fricción más constante, más acelerada. No podía escuchar lo que salía de sus bocas debido a los auriculares, pero no le hacía falta para entender de qué se perdía con la forma en que Abel mantenía abierta la boca y cómo se movía.

Incluso el orgasmo se sintió demasiado real para de verdad serlo, como si su cuerpo pudiera deshacerse y por un momento estuviera a punto de hacerlo pero al último momento no, regresando a su forma original de golpe y con gotas humeantes nuevas encima de su estómago. Abel miraba abajo, sonriente. Emma se inclinó hacia arriba ayudándose con las manos y atrajo su cabeza hacia la suya.

Deseó poder verse desde fuera. ¿Todavía estarían separados o crearían un nuevo color?

Descansaron encima de la colcha, dejando a sus cuerpos recuperarse. Ni siquiera les importaba el olor ahora. La cubierta definitivamente había dejado de funcionar. Abel se colocó de vuelta su remera y nada más. La imagen del borde de la tela acariciando sus nalgas delgadas le hizo pensar que jamás en la vida había existido nada más digno de contemplarse. Siguió pensándolo incluso mientras veía a Abel alejarse hacia el borde de la terraza. La pared sólo le llegaba hasta un poco más arriba de la cintura, cubriendo lo justo y necesario cuando Abel se inclinó contra ella.

De pronto el estado sereno tras el orgasmo fue destrozado tras un fuerte dolor en su frente. Al principio ni siquiera entendió qué había sido, pero un segundo golpe le dio la respuesta. Era otra de esas malditas jaquecas reaccionando. Las pastillas estaban perdiendo su efecto. Y si eso era verdad y todavía tenía el efecto de la droga adentro…

Abel se quemaba. Las llamas que antes permanecían en su interior estaban saliendo por cada parte de su cuerpo y ya ni siquiera era el atractivo de azul de antes, sino que ahora se mezclaba todo un arcoíris de diferentes tonos.

-Che –dijo, pero sentía su boca torpe y ni siquiera se escuchó a sí mismo.

Se levantó como pudo y se subió los pantalones, tambaleándose de manera que fue increíble que no se cayera  de cara. Cuando al fin logró ponerse de pie notó algo todavía más extraño. Las llamas de Abel eran de colores oscuros, casi siniestros, pero en realidad no estaban saliendo de él. Volvían a él, furiosamente, como si una poderosa bomba los estuviera absorbiendo.

Caminó hacia él y le tomó de los hombros atrayéndolo contra sí. El dolor de cabeza ya era constante y en realidad no quería abrazarlo por un miedo absurdo a quemarse, pero ya lo había hecho y sintió alivio mientras le apretaba con sus manos. Apagó sus auriculares y apagó los suyos. El efecto no se pasó de inmediato, de modo que cuando Abel se volvió hacia él fue como si estuviera viendo su rostro se derretido. Los ojos parecían golpear, incluso secos, y Emma se dio cuenta de que no estaba molesto porque le hubiera cortado de golpe su suministro de diversión, ni siquiera que ahora lo sostuviera de ese modo. Parecía que no le importaba, como si nada hubiera cambiado de cualquier forma. Como a la chica vestida de negro antes de que llegara el metro.

-No hagas eso –le dijo antes de abrazarle, dando unos pasos hacia atrás para alejarlo del borde.

Como debió haber hecho entonces.

-¿Qué cosa? –preguntó Abel en tono monótono, parpadeando, como si apenas estuviera recordando cómo hablar-. Sólo miraba la calle. No pasa nada.

Emma lo apretó. Los estaban envueltos en las llamas, pero todavía podía tocarlo y sentía su cuerpo respirar, latiendo, de pie, vivo.

-No me importa. No hagas eso de nuevo –le dijo. No sabía qué otra cosa decir-. Nunca ¿escuchaste? No es gracioso.

Abel levantó una mano para comenzar a limpiarle las mejillas de lágrimas que ni siquiera cuándo habían salido.

-Está bien –dijo su amigo-. Está bien, no pasa nada. Sólo fue un mal viaje. No ha pasado nada, ¿ves?

Pero su rostro todavía se quemaba. Emma creyó ver la forma de su cráneo y el hueco de los ojos.





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